Es un momento de total deslumbramiento cuando uno se detiene frágil, frente al conocimiento exhaustivo del quid corporativo del funcionamiento humano.
Una aspereza, que el idioma identifica como malestar de conductas, cuando a veces los niños vociferan ansiedades de los grandes.
Terror. Violencia y algún perogrullo. Violencia y vicisitud marginal que dañan a nuestros órganos vitales. Y tan repentinamente, a instancias de afectar a nuestras propias calamidades del alma.
Y no quiero arguir con esto, que solo un mundo estrictamente bueno tiene validez para su existencia y al resto, a la malicia reinante, deberíamos despojarla del derecho de vivir en sociedad, e inclusive desterrarla de la innata posibilidad de amor de un prójimo.
Es un invento. Un invento que alardea de como cada mente interpreta una mente. Y al resto de las corporalidades del amor le mentimos que Dios existe y que piensa lo correcto por nosotros.
Y que algún día premiará a la ciencia para la plausibilidad de la paz. El espectáculo mínimo que cada ser con creencia de otras vidas, se debe a sí mismo.
Y con su estado de afecto. Y con la idea de dignificarse en el planeta y vivir. Pero nada es tan embriagador e intuitivo, acaso como la solidez de una creencia cultural, que estas consideraciones.
Salirse de la dimensión espacio-tiempo, también equivaldría a ser resto en otro punto mayor de pensamiento.
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