martes, 5 de febrero de 2013

Alto Peludo y Ninguna Revolución

Pelearse, pelearse porque alguien les lleno la boca. Batirse a duelo. Enfrentarse.

Legitimarse en la confrontación a diestra y siniestra de los sentimientos.
Pelearse por los intereses propios y ajenos, con tal de sucumbirse al cielo y reinar.

Pelearse por la idea de la perpetuidad y ni que el mundo fuera nuestro. Pelearse suponiendo la razón, considerando que son nuestros los principios nobles de la cordialidad y esa dulzura. 

Pelearse, y en los antagonismos resultantes, diminutivo apócrifo del hecho,  vilipendiarse a los panfletos institucionales de algún corazón despótico.

Pelearse, y en la dimensionalidad de los embates, los pobres que miran con rencor la buena vida, o lo que leemos como buena vida del goce, disrupción de algún ricachón lascivo.


Pero incesantemente se determinan los que pelean entre ellos por un lugar, quien sabe donde, y por merecerse mucho más. 


Y ninguno de ellos pretende algo así, como quisieran algunos, revoluciones educacionarias o esas cosas de la novedad. Distinto es metejonearte con el hambre.

Pelearse, dirimirse entre los distintos estados embrionarios de uno mismo. Estado de compasión resolutoria.

Y a los fines grandilocuentes de mi memoria, la lógica de la verdad, perimida bajo el subsuelo.

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