Misericordia era lo que no teníamos cuando salíamos en vela a la intemperie profunda y deseábamos restarnos las sensaciones plausibles de cualquier felicidad derrochada en el tedio.
Tedio de la desesperanza individual, por no tener holgura cuando debíamos enfrentar nuestras verdades críticas. Y era rosa el color que imponía la exclamación fulgurante de Dios.
Un rosa petrificado y distante de los océanos navegados por cualquier aventurero de ley. Y nunca, por decantación de los aprioris del ego, podríamos conmovernos por situaciones situadas dentro de una interioridad aniquilada de insatisfacción permanente.
Oda entonces, a la creencia y ansía de la meditación pérdida.
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