Ella no sabía que la culpa de sus indecisiones la terminaba pagando su hijo.
Pelea tras pelea las ofensas generadas y agravios del daño por doquier, se lo endosaban al cuerpo y mente de su infinita existencia.
No importaba que no lo considerasen. Era tal el cegamiento de sus ojos, que vivía en plena oscuridad y no podía reflexionar sobre la voluntad y auténtica libertad de su hijo.
Los años corrieron y su hijo creció. Obtuvo conciencia de sí. Quería que su madre reflexionara y lograra despojarse de la ignorancia de mundo en la que se encontraban sometidos. Era una risa, porque su madre consideraba y confiaba en lo contrario.
Su atrevimiento de generar felicidad para algunos pocos no le alcanzó. Su hijo no se cautivaba por preguntas inconclusas y sin poder de síntesis. Amaba ese concepto aprendido, del amo y el esclavo. Para qué. (Restos virtuales de cierta ontología).
Para enseñar al mundo de la grandeza de Dios. Nunca sometido. Nunca encontrado. Perfecta clase y sin fantasía humana de su inmortalidad.
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